Caletilla de Rota por Fernando Orgambides
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Caletilla de Rota |
Sopla viento de poniente en Cádiz. Y su brisa desfila como ejército vencedor por sus estrechas calles. Como un furtivo postulado brilló el mechero de los cómplices, escribió Caballero Bonald. Y eternamente irradia un son de vida, que sentiría Carlos Edmundo de Ory. Como Caletilla de Rota era conocido otrora un hermoso rincón de la ciudad situado frente a la bahía que la necesidad defensiva transformó para siempre. Cuentan los viejos libros que hasta allí asomaba el Campo de la Jara, cuyos cultivos se surtían de aguas de un único pozo llamado también de La Jara. Esa caletilla debió recibir (y despedir) en su día a los faluchos de vela latina, y de mástil inclinado, que unían a estas dos poblaciones -ciudad una y villa otra- separadas por el mar. De entonces, sólo queda aquí el olor de la marina. Y un paisaje en línea anclado en el horizonte. A este rincón los tiempos incorporaron un jardín en el que florecen rosas y buganvillas. Y al que da sombra una arboleda que discurre por un paseo de tres calles al que los gaditanos llaman alameda porque en sus inicios se plantaron álamos. Desde que se trazó como tal en el siglo XVII ha sufrido diferentes modificaciones que no han llegado a trocar su belleza. Y pasear por allí es como navegar costeando un vergel al ritmo que marcan los vientos, que cuando es de poniente surge fresco (y ligero) e invita a entrar en la ciudad por cualquiera de las calles que allí desembocan. Bendición de Dios. Vea Murguía. Calderón de la Barca. Fernán Caballero. Y Buenos Aires. En tiempos que yo no conocí hasta ese lugar llegaba un tranvía de tracción eléctrica que en verano se transformaba en jardinera. Pero en tiempos que sí conocí había allí una elegante fonda de nombre Bahía cuyos huéspedes concurrían junto a su puerta principal en amena conversación veraniega apostados en butacas de ratán trenzado. Paseo en el atardecer de este mes de julio por este rincón de Cádiz ya camino de sus calles interiores recordando otros tiempos. Y reconstruyendo, ayudado por la memoria, un paisaje de infancia que sé que nunca volverá, aunque en cada momento, y en cada paso, se conjuga de forma espontánea el presente. Tal vez porque estas calles conservan con celo su historia. Y tal vez también porque la muerte nunca es del todo completa si el recuerdo se mantiene imperecedero. En vano recorremos la distancia que queda entre las últimas sospechas de estar solos, escribió Caballero Bonald. Y el día que se rompa en pedacitos el enorme silencio del olvido será un eco anacrónico en mis noches, sentiría Carlos Edmundo de Ory. En Buenos Aireshay restaurantes que tienen nombre de viejos periódicos. El Globo, El Imparcial. Y en Cádiz había ultramarinos que también se reclamaban así. La Unión, El Sol. De mis tiempos de infancia eran estos últimos. Y también otros de referencia americana. Las Antillas, en la calle de San José. Y El Panamá, en la de Fernán Caballero. Yo inicié el parvulario en una pequeña academia de esta última calle. Con una maestra a la que llamábamos señorita Gloria. Y un maestro de nombre don Pedro. No sé por qué motivo, u ocasión, un día nos agasajaron con una Coca-Cola y un bollo dulce que por su forma de trenza era popularmente conocido como corbata. Y nos pidieron que esperáramos unos minutos a que un fotógrafo nos registrara a todos. Conservo esa foto. Y también el recuerdo de mi primer aprendizaje en lectura, de manera que cuando inicié la escolaridad en el Colegio de los Marianistas ya iba precedido de cierta ventaja. Ligera diría yo, porque al iniciar la primaria tocó leer de forma tan avanzada que, sobre un tablón caracterizado, nos iban introduciendo también en el idioma francés. Una silla, la chaise. Una mesa, la table. Y una casa, la maison.
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