
Desde que se instauró la democracia en nuestro país, la Iglesia católica ha adoptado un comportamiento que no se corresponde con la generosidad con la que los poderes públicos han venido tratando a esta institución, pues, pese a que esta ha conservado una serie de privilegios injustificables en los terrenos económico y educativo, ha intentado situarse reiteradamente en una posición de preeminencia sobre el poder político. La aptitud de la Iglesia católica ha generado un discurso que en determinados momentos ha rayado en lo ridículo y la falta de respeto a nuestros legítimos gobernantes, sobre todo cuando estos han adoptado políticas que, pese a estar avaladas por el voto de la ciudadanía, no han encajado con sus principios doctrinales.
En este contexto deben interpretarse las críticas constantes de los obispos a la legislación que nuestro país ha aprobado en terrenos como, por ejemplo, la educación sexual, el uso de métodos anticonceptivos, la interrupción voluntaria del embarazo, el matrimonio entre personas del mismo sexo o los avances médicos en el terreno de la reproducción asistida. Se trata de temáticas que son muy sensibles para numerosos sectores sociales, y sobre las cuales los principales líderes católicos, si bien haciendo un uso legítimo de su libertad de expresión, se han pronunciado con extrema crudeza tanto contra los pecadores como contra los poderes públicos que las han avalado. Así las cosas, a nadie debería sorprenderle que todos aquellos colectivos que se han sentido increpados por este discurso hayan decido pagar a la Iglesia católica con su misma moneda, y ejercer su derecho a las libertades de expresión y asociación para decirle al principal líder católico lo que piensan de él y de la institución a la que representa.
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